Novelas y cuentos online: El Devorador de Tormentas de Alejandro Franco – Prólogo

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El siguiente es el capítulo inicial de la novela El Devorador de Tormentas de Alejandro Franco que aquí publicamos como muestra de contenido. Puede descargar la novela completa en nuestra sección de eBooks.

Dedicatoria

A Dashiell Hammett y sus personajes de lenguas filosas

A Raymond Chandler, por sus zoológicos humanos

A Carlos García, un amigo que partió demasiado pronto

Prólogo – Maldiciones Indias

Argentina, principios del 2002.

Era un hombre de bolsillo; pequeño, portable, sagaz, con pinta de saber todo lo que era útil saber y al cual siempre era conveniente tener como amigo. A pesar de su corta estatura, su falta de estado físico y su aspecto demacrado, era una persona que merecía respeto. Todas las personas que cargan seis razones indiscutibles durmiendo en el tambor de un revólver siempre merecen respeto.

Era un hombre que apenas había pasado los cuarenta aunque ya se veía como de cincuenta; su cabello era muy corto y firmemente peinado hacia atrás, lo que le daba un aire casi marcial. Las sienes estaban teñidas de un color gris sucio, como sucede con el pelo que se encanece lentamente. Sus ojos eran marrones y profundos, y tenían opacado su brillo habitual gracias al esfuerzo de concentrarse en el camino de escasa visibilidad que tenía por delante; se ocultaban bajo dos gruesas y despeinadas cejas, arqueadas en un notable gesto de preocupación. En realidad, en aquel momento, todo el rostro del hombre se hallaba transformado en un rictus de esfuerzo mezclado con cansancio; su boca cruel, delgada y casi sin labios, parecía un tajo en su cara y sostenía ansiosamente un cigarrillo al que pitaba casi obscenamente. Sus manos estaban agarrotadas en el volante de la camioneta que conducía, la que no dejaba de dar saltos debido a las profundas irregularidades del terreno dragado por la lluvia. Sentado casi en la punta del inmenso asiento del conductor, tenía a su lado un par de mapas y una delgada valija ejecutiva de cuero que rebotaban contra la superficie acolchada del tapizado de forma despreocupada. Su mente maldecía el estado del tiempo y su vista sólo se apartaba del camino para consultar la hora del tablero. Aún podía llegar a tiempo.

Fuera de la cabina, la noche cubría la pradera ocultando sus agradables tonos dorados bajo un manto de negrura. Terreno plagado de pastizales, colinas e islas de árboles, el suelo se había transformado en algo casi pantanoso debido a la lluvia constante que azotaba desde hacía días a la región. Tonos extrañamente rojizos cubrían la parte baja de un grupo de nubes que venía avanzando morosamente por detrás de la camioneta, cubriendo lentamente el cielo, cambiando el color gris monocorde y dándole un aire amenazante. La lluvia estaba mutando en una tormenta de serias proporciones.

El hombre pensó que podría ganarle si mantenía el paso y si no tenía mayores inconvenientes. Iba cumpliendo con los tiempos planeados, y parecía ir todo sobre ruedas; lo único que no había previsto era el pésimo clima de aquel día. Sentía su cuerpo tenso, y su mente estaba ansiosa. Cada vez faltaba menos, pensó, mientras enviaba otra bocanada de humo a estrellarse contra el parabrisas. Pero no tenían por qué salir mal las cosas.

Vio el espejo retrovisor y distinguió las nubes rojas que lo perseguían. ¿Cuánto tardaría en estacionarse esa formación y estallar la verdadera tormenta? Una hora, quizás dos… Era tiempo más que suficiente.

Su mirada volvió al espejo. Aquella formación era extraña. Nacía en el centro del horizonte y empezaba a extenderse hacia los lados de modo regular. Le parecía… algo vivo. Como una forma orgánica de conducta inteligente; le sonó ridículo su pensamiento, y una sonrisa iluminó su rostro. Después de todo estaba solo en mitad del campo en plena noche y en medio de una tormenta. Daba pie suficiente para empezar a ver alucinaciones y escuchar ruidos raros; a final de cuentas era así como se formaban las leyendas campestres como la luz mala, los demonios de los pastos y las historias de aparecidos.

Pero aquel grupo de nubes rojas era realmente inquietante. Se le antojó que eran como un parásito gigante, prendido a su huésped y alimentándose de él hasta matarlo. O una serpiente enorme que devora a su presa y su cuerpo se deforma, tomando la silueta de su víctima mientras es digerida en su estómago… ¡Sí! Esa era la imagen que mejor definía a lo que estaba contemplando. Cosas como esas había visto en el cable, en los canales de documentales.

El hombre quiso hacer esos pensamientos a un lado para volver a concentrarse en el camino, pero seguía con la vista clavada en aquella formación. Ahora, de su panza púrpura nacían fogonazos; su víctima estaba haciendo esfuerzos desesperados por librarse de sus garras, y sus gritos eran transformados en débiles truenos que explotaban en la lejanía.

Su padre le había contado cosas como esas cuando era niño. Después de todo, él había nacido a unos treinta kilómetros de allí y había migrado cuando era adolescente a la ciudad, pero se había formado en el campo con todas sus virtudes y todos sus vicios, y sabía todas las historias habidas y por haber; su padre era un chacarero de toda la vida y conocía miles de relatos y leyendas que le contaba todas las noches antes de dormirse.

Pobre viejo. Había crecido bastante con muchísimo esfuerzo a través de los años, y había terminado perdiéndolo todo en la hiperinflación del ´89. La crisis se llevó los campos, el dinero y también el corazón de su padre. Tuvo que salir de la adolescencia de golpe; inundado por las deudas de su viejo y con su madre a cargo, decidió que lo mejor era migrar a la gran ciudad y empezar desde cero, consiguiendo un trabajo… pero ésa ya era otra historia. Su mente quería quedarse con el recuerdo de su padre enfundado en un mameluco azul sucio de tierra, sentado en un banquito al lado de su cama, y contándole historias irreales a la luz de una lámpara de kerosene. Parecía que su nariz percibía el olor agrio del combustible quemándose, y sintió por un momento que estaba regresando a su hogar.

  • Cuéntame alguna historia.

Su viejo le sonreía con ternura y su rostro se llenaba de miles de arrugas con el gesto. En su mirada buscaba, en el gigantesco archivo de su mente, fábulas y relatos fantásticos para entretenerlo hasta que el sopor se apoderara de su cuerpo y cayera en un plácido sueño; y, después, aquel cálido beso en su frente que le deseaba las buenas noches.

  • Cuéntame alguna historia.

Y su padre cruzaba las piernas, moviendo rítmicamente el pie en el aire mientras las fantasías fluían por su boca; y vino a su mente aquel relato sobre tormentas.

  • Hay una vieja leyenda india que habla de un cacique enamorado de la Luna. -comenzaba a narrar…

El cacique era hijo de la Diosa Nube y del Dios de los Cielos Celestes, que habían engendrado a un mortal para que poblara la Tierra y liderara al pueblo que formara con sus hijos y nietos. Su destino era de gloria, su belleza era cautivante, su fortaleza era abrumadora, y su valentía era infinita; aunque su cuerpo era de carne, su espíritu era divino, y tenía todas las cualidades de un Dios hecho hombre. Debía engendrar a una tribu de elegidos, un pueblo que dominara la naturaleza y al resto de los hombres de otras razas que habitaran el planeta. Pero entre tantas virtudes heredades, faltaba una que era la más importante: la humildad.

Era arrogante y osado, ya que él mismo se consideraba por encima del resto, debido a la sangre divina que corría por sus venas; y no reparaba en las limitaciones que le imponía el poseer un cuerpo humano. Por ello, desafiaba a dioses y mortales por igual, triunfando sobre ellos por su astucia e inteligencia.

Pero aún el mortal invencible podía cometer errores.

Como era la tradición, los padres convenían el casamiento de sus hijos; y la Nube y el Cielo arreglaron la unión con la hija de la Luna y el Sol, que eran los dioses más poderosos del firmamento y que regían al resto de divinidades. Ellos también regían los destinos de los hombres dándoles luz y calor de día, y velando sus sueños por las noches. Además, la estirpe a crear tendría raíces en lo más selecto de la casta divina.

Como estaba acordado, el cacique celebró matrimonio con la hija de los dioses. Su nombre era Lluvia, y su belleza era tan grande como lo era su ingenuidad. Con ella, el cacique tuvo numerosa descendencia y formó un pueblo guerrero, al cual comandaba en cada una de sus batallas. Y todo parecía indicar que estaba en sus carriles, porque tanto dioses como indios estaban contentos con el cacique y su esposa, y con la gloria guerrera de la nación india.

Porque el cacique, al frente de su nación, libraba continuas batallas por dominar la Tierra; sangrientos combates donde razas enteras se sometían o desaparecían, ya que el ejército indio tenía el padrinazgo de los Dioses más poderosos. Se cuenta de la batalla más cruenta, donde debieron enfrentar a los hijos del Dios del Abismo, que perecieron después de combatir siete días con sus noches. Abismo era un Dios resentido que había sido condenado a las profundidades y a no ver jamás la luz, porque había pretendido a la Luna, la mujer del Dios Sol. Sus hijos batallaban para reclamar la Tierra para sí y poder devolverle la gloria perdida a su padre (y reinar sobre la superficie); al ver éste la masacre de sus descendientes, decidió vengarse tanto del cacique como de su amada imposible en una misma jugada.

Por la ferocidad del combate, el cacique había salido con graves heridas; Abismo envió a uno de sus mensajeros, Susurro, el que entró disfrazado de brisa a la alcoba divina y le murmuró a Luna al oído, durante el sueño, que su yerno corría grave peligro. La diosa acudió a la noche siguiente y, tal como esperaba Abismo, su impresionante belleza hizo que el cacique se enamorara de ella.

Así había comenzado una historia secreta. En las noches, mientras los dioses y los humanos dormían, el cacique se encontraba a solas con la Luna y se amaban hasta el amanecer. Como Sol regía de día, y su amada de noche, nunca podría enterarse del romance prohibido… hasta que la pasión fue más fuerte y Luna quedó esperando un hijo de aquella relación furtiva, poniendo en evidencia el hecho.

Al enterarse, el dios Sol estaba incrédulo; era inimaginable pensar en una afrenta a ellos, ya que eran la fuente de vida de los hombres. Pero lo hecho, hecho estaba, y sobre ellos decidió caer las más profundas de las maldiciones. A su amada le quitó toda luz propia, condenándola a reflejar los rayos que salían de su cuerpo. Así el Sol se aseguraría que la Luna siempre le fuera fiel, y si lo abandonaba, moriría en la negrura de la oscuridad.

Al hijo de aquella relación ilegítima lo arrebató de las entrañas de Luna, antes de nacer, y lo transformó en un demonio que habitaba en el aire, en forma de una nube roja e infernal, que azotaba a la Tierra y especialmente a la raza procreada por el cacique. Cubriría el firmamento, devorando a sus consuegros que eran el Cielo y la Nube, y ocultaría a la Luna de la mirada de su amante terrenal. Azotaría la Tierra con rayos y truenos, persiguiendo a su progenitor humano y a su pueblo, buscando venganza por la maldición que sus amoríos habían hecho caer sobre él; y lo llamó el Devorador de Tormentas.

Y gran parte de la ira del dios Sol fue causada por su el fallecimiento de su hija Lluvia, cuyo corazón no resistió la noticia de la traición de su esposo. Su padre tomó una de sus lágrimas y la dejó llevar por el viento, transformándola en miles, las que caían sin cesar cada vez que hallaban al cacique.

La historia concluye contando que, al perseguirlo el demonio y ocultarle la luz tanto de día como de noche durante muchos años, asediándolo con su furia y azotado por el espíritu de su difunta amada que inundaba la Tierra, el cacique y su pueblo fueron pereciendo en las batallas que libraban con otras naciones; y en la última noche, cuando quedaba tan solo él y un puñado de su pueblo, y siendo asediado por razas rivales, el cacique decidió que tanto él como sus primogénitos debían perecer por mano propia, agotados por la persecución que habían sido objeto. La pradera se cubrió de sangre y el demonio atrapó las almas de los últimos indios de la raza del cacique, tal como había hecho con las almas anteriores, devorándolas y condenándolas a vivir en su estómago, provocando los resplandores rojos de su cuerpo.

El hombre volvió a sonreír; no creía recordar tan bien la historia como lo hizo. Quizás había sucedido porque se trataba de una de las más bellas que le había contado su padre.

Parecía increíble que todo eso hubiera pasado hace poco más de veinte años… Cómo cambia la gente con el tiempo. Cómo las personas pierden violentamente su ingenuidad cuando entran a la madurez. Cuántas ilusiones que se pierden, cuántos sueños que se van muriendo con cada año que pasa…

Precisamente la muerte de su padre fue el primer paso en el largo proceso de desencanto. ¿De qué vale el trabajo y el esfuerzo de años cuando en unos días queda pulverizado?¿Quién podía imaginar aquella crisis relámpago que dispararía precios, costos y deudas al 1. 000 % en un mes? Fue el primer indicio de que las enseñanzas de su padre no se condecían con la realidad; que no siempre el trabajo es el mejor medio para hacer fortuna.

El transpirar la gota gorda, el estudiar, el ser un gran negociante con olfato para los negocios, el heredar una fortuna para manejarla… todas idioteces. Nadie hace fortuna trabajando en este país; porque los amorales, corruptos e incapaces de siempre son los que tienen el mando, y siempre terminan arruinándole la vida a la gente. Él ya lo tenía estudiado: era un proceso cíclico de cagadas. En el `76, en el `80, en el `89… el `91… y el peor, el año pasado – la brutal crisis del 2001 -. No… es realmente difícil amar a un país que mata a su gente, que le quita sus propiedades, que arruina el esfuerzo de toda una vida… que lo roba constantemente.

Ese era el término: robo. Un robo sistemático de cosas materiales como el dinero, y de más etéreos como los sueños y las esperanzas. Quizás por todo esto, él se consideraba un hijo dilecto del país: un hijo de puta que aprovechaba cualquier ocasión y ventaja para quedarse con lo ajeno, o para incrementar lo suyo amenazando a los demás.

Él no quería ser así; ellos lo habían hecho así, a su imagen y semejanza: militares y políticos. Todos, la misma mierda con distinto olor.

El segundo paso del desencanto fue entrar a la policía y descubrir la corrupción que empapaba a casi toda la fuerza. Qué terrible resultaba que, si uno pertenecía al pequeño grupo de honestos, ponía su vida en riesgo siendo amenazado por sus propios compañeros. ¿Arriesgar la vida por un sueldo miserable?¿Ser usado para chocar con manifestaciones que los mismos políticos que lo comandaban habían mandado?¿Intentar ser el brazo ejecutor de la justicia cuando oficiales y jueces recibían sobres por debajo de la mesa? No, gracias. Con el tiempo había aprendido a dejar de ser estúpido y se volvió un pragmático.

“Lo siento, padre, pero tus dichos son basura en esta época; y no voy a morir pobre pero honrado, abandonado en una zanja, o asesinado por el hambre de una jubilación indigna”.

El primer paso de su carrera fue codearse con los jefes. Observó sus movimientos; los habituales y rutinarios, y también los secretos y camuflados. Comenzó pidiendo dinero a los comercios; después se metió con lo ilegal, que reportaba mucho más dinero y más rápido: prostitutas, travestis, cabarets, vendedores de droga… La mensualidad comenzó a crecer y su vida, acostumbrada a los sacrificios, le permitió probar todos los placeres que el dinero podía comprar. Su vida se descarrió y en seis meses se encontró, un día, con un revólver que él mismo había puesto en la boca. Todo su ser le exigía que el plomo se incrustara en su cerebro, acabando con la tormenta interna que libraba y que se había salido de control; y cuando el gatillo se trancó, tomó eso como una señal de que aún no era su momento y que el destino lo reservaba para otras cosas.

Sin ser religioso, dio gracias a Dios por aquel mísero milagro; si supiera que el mismo Señor hubiera apretado el gatillo de saber lo que haría después.

No se regeneró en absoluto; solo se disciplinó. Abandonó la droga a tiempo, y se midió en el resto de los vicios, de manera de tener la mente limpia y despejada para poder operar.

Fomentó el vicio entre sus compañeros, con tal de hacerse proveedor y poder controlarlos. Hizo contactos subterráneos con los mafiosos que apañaban a su jefe, y logró desplazarlo, acaparando para sí sus negocios. Comenzó a sondear en las capas ricas de la sociedad a aquellos que hubieran hecho dinero demasiado rápido; de esa forma, pasó de simples coimas de barrio a ser participante en el gran tráfico… de lo que fuera: desde armas hasta droga, desde extranjeros ilegales hasta prostitutas… y con los pandilleros de poca monta comenzó a armar una red de comercialización para sus actividades de “importación”.

¡Oh sí! Él era tan solo un peón bien organizado e instruido que había llegado a capataz; pero había aún gente peor, con más dinero y organización, por encima de él; y otros por encima del anterior… y así una lista infinita. Porque en la corrupción hay tantos niveles como porcentajes de la “mordida” que puedan ser distribuidos.

Y, como cereza del postre, la DEA lo había llamado como agente libre, algo así como un asesor eventual, con el plus que encima le pagaban.

Quizás estaba muy cebado, aunque era una persona que había tomado la costumbre de bajarse permanentemente a tierra y encontrar el lado negativo de todo para poder analizarlo con objetividad. Y si la DEA lo había llamado era, o porque había fabricado un expediente impecable, o porque lo querían mirar con una lupa y seguirlo hasta el baño, ya que él conocía a medio mundo del hampa criolla. El trato ya llevaba seis meses, y tanto él como sus fuentes de información le aseguraban que los yanquis no lo tenían en la mira. Sonaba terriblemente extraño, ¿no?

Quizás era la edad… quizás ya se había saturado de todo eso… quizás sus nervios se habían resentido con todo lo que había vivido, pero había comenzado a sentir la tensión de creer ser permanentemente vigilado. Cada día era más largo y denso, y la concentración en su tarea era cada vez más difícil; y sabía que un día de estos iba a cometer un error, iba a quedar en evidencia, y lo iban a atrapar. Y cuando llegara ese día, lo meterían preso; si era aquí, hasta quizás pudiera seguir manejando los hilos desde una celda, y se creía capaz de controlar a un grupo de reclusos con tal de armar una banda de guardaespaldas, ante cualquier eventualidad. Pero si lo deportaban… o si la DEA iniciaba alguna pequeña operación de inteligencia, como rumoreando que él fuera un delator, probablemente sería hombre muerto. Si moría estaba bien, él podía aceptarlo; era el destino natural de su modo de vida. El problema era el cómo: los yanquis gustaban del juego sucio, y hacerle fama de soplón haría que lo atraparan y lo torturaran… Aquello ya era un riesgo que no estaba dispuesto a correr.

Con esas perspectivas, comenzó a planear su retiro y a tramar su huida. Lentamente comenzó a movilizar sus fondos hacia el Uruguay, preparando su escapatoria… pero la crisis de Diciembre y el “corralito”, el dichoso dictamen que se apoderaba de su dinero en los múltiples bancos que tenía depositado, habían arruinado por completo su estrategia. Irónicamente, al igual que su padre, el gobierno se había encargado de arruinar su fortuna, quedándose con sus ahorros tal como lo había hecho con los de mucha gente honesta. Y ninguno de los resortes, palancas o influencias que conocía lo había podido ayudar sin ponerse en evidencia frente a la DEA.

Cuántas noches en vela había tenido desde entonces… rebajado al mismo destino que el resto de los mortales, abandonado por sus padrinos como el cacique de la fábula. Ahora todos tenían un serio problema de financiamiento porque, a final de cuentas, ¿quién iba a traficar con tarjeta de débito? Los billetes desaparecieron de la calle, los negocios se fundieron… incluyendo los ilegales, que estaban siendo amenazados de una parálisis mortal por la falta de dinero contante y sonante. Debía pensar en otra solución; algo rápido y efectivo.

Y la oportunidad se le presentó bastante rápido.

Le presentaron a un brasilero, nuevo en el negocio; un tipo que se le antojó hábil en lo suyo como era la prostitución, pero absolutamente novato en el tema de la droga. Excesivamente confiado. Increíblemente oportuno.

El brasilero, de forma totalmente mágica, había conseguido un millón de verdes. Probablemente con la veda de plata habría hecho malabarismos, pidiendo prestado a medio mundo. Él había hecho el contacto con el dealer, y estaba preparado para canjear el vagón de dólares contra unos buenos kilos de la mejor y más pura cocaína colombiana.

Parecía que la suerte se había puesto de su lado nuevamente.

Había comenzado a instrumentar su plan aprisa; el tiempo restante para que se efectuara la transacción era corto, apenas unos días. Primero, revisó en la DEA si este dealer – que era un estanciero – estaba siendo investigado. Así era; aunque ya había hecho tratos con él en ocasiones, nunca los había hecho en su guarida. Afortunadamente, los yanquis tenían localizado el lugar, y fotocopiadora mediante, le habían provisto de unas hermosas fotos aéreas que le servirían de plano para trazar una táctica.

Segundo, el plan de ataque. Él conocía personalmente a la guardia del estanciero; prácticamente no estaba solo siquiera en el baño, por lo que las veces que lo había visto le servían de sobra para reconocer la clase de sujetos que formaban su custodia personal. Algunos policías que optaron tempranamente por el retiro ante un sueldo mejor, y un par de matones sin demasiado entrenamiento. Por su lado, la DEA lo había asistido con invaluables clases de entrenamiento de campo, preparándolo para un eventual combate en tierra aquí o en Colombia. Así que no representarían un problema táctico si se seguía un plan ordenado. Y por otra parte estaban armados con pistolas de modelo anticuado, que en su momento la policía había descartado por sus problemas mecánicos. Inexpertos y mal armados. ¡Bien!

Pero… ¿por dónde empezar el ataque? No podía entrar a los balazos limpios. Debía hacerlo de modo comando, él solito y sin ningún respaldo. Posibles socios contratados significarían eventuales traidores. Porque el botín era muy grande: el millón de dólares del brasilero… y la cocaína que iban a comprar con él, que rebajada y a precios de mercado, rendirían unos cuantos millones más. Un plan de retiro más que aceptable, siempre y cuando supiera refugiarse muy bien, ya que la mano de los colombianos era muy larga y podía pescarlo en cualquier rincón del mundo. Pero bien valía el riesgo.

Comenzaría por los caseros. No convenía dejar testigos, pues la casa del personal de servicio estaba a una distancia media, ni lejos ni cerca del blanco principal. Además podían alertar a la policía local y, en todo caso, complicarle la huida.
Segundo, los matones. Para llegar a ellos, primero éstos debían permanecer en sus puestos, no debían enterarse de su llegada ni del asesinato del resto del personal. Así que debería tener un arma especial.

Se fue de compras al depósito de la policía; allí se almacenan millones de pruebas de casos que estaban (o estuvieron) en juicio: balas, cuchillos, pasaportes falsos… Tomó un pasaporte falso para remodelar a su gusto, y buscó un arma portable que pudiera pasar por el laxo puesto de control del depósito. No sería una M16, pero sí encontró una pistola Taurus FT 9 mm con cañón modificado a rosca y un silenciador. Sí, las señales se estaban sucediendo; los buenos augurios como encontrar los elementos que precisaba sin problemas, o que le caían del cielo le indicaban que estaba en el camino correcto. Tuvo la suerte que un matón colombiano vino a ajustar cuentas y fue detenido en el aeropuerto de Ezeiza con ese arsenal. Con esa arma llegaría al primer objetivo sin problemas; y al segundo, los guardias armados, también sería fácil de despachar.

Tercero, el estanciero. Sería un problema menor, habiendo superado los anteriores. Lo único que podría complicar era si no tenía el dinero a mano al momento de la transacción. No se imaginaba volando la puerta de una caja fuerte, aunque dispondría de tiempo suficiente cuando terminara de liquidar los obstáculos humanos, si era preciso.

Cuarto, los colombianos. Ese era el problema más difícil de resolver; siempre iban bien artillados, generalmente con metralletas. ¿Podría sorprenderlos antes de que gatillaran? Por un momento evaluó si hacer la operación antes de su llegada, y escapar sólo con el dinero. No, el premio era demasiado jugoso como para dejarlo escapar. Además, los colombianos nunca habían tenido ningún enfrentamiento directo durante el tiempo que operaban en la Argentina; los operativos policiales habían descubiertos depósitos o cargamentos en tránsito, pero nunca una operación directa y privada. Contaba con ese factor de sorpresa.

Podría utilizar alguna de las armas de los guardaespaldas, o su viejo revólver Smith & Wesson reglamentario – qué importaba si rastreaban el arma, total para ese momento él estaría muy, muy lejos – . Con dos armas, podría hacer frente a las metralletas; la que tenía silenciador podría liquidar limpiamente en segundos a un par de ellos; con el resto debería mantener un tiroteo, ya que el factor sorpresa ya habría desaparecido para entonces. Debería improvisar sobre la marcha en ese punto y, como último recurso, dispararía al tanque del avión para que explotara. Si las cosas se ponían demasiado difíciles, volaría todo incluyendo la droga, con tal de salvar el pellejo; y dependería de su habilidad como tirador para mantener a los extranjeros acorralados en el aparato.

Luego, la huida. Tal como había llegado. Pero, ¿por dónde llegar?

Nuevamente, la información de inteligencia yanqui acudió en su auxilio. Un mapa orográfico denotaba un arroyo subterráneo debajo de la propiedad del estanciero; observadores habían dejado nota de recientes obras en la estancia y de la posibilidad casi certera que aquello fuera remodelado y usado como túnel de escape. Como no tenía más informes, no sabía exactamente si ese túnel llegaría hasta la estancia, o seguiría de largo incluso hasta la casa de personal de servicio. Eso sería otro elemento que descubriría y resolvería sobre la marcha; de él dependía por dónde saldría a la superficie, y a cuál de sus objetivos atacar primero.

Último punto; la salida del país. Con el pasaporte falso debidamente arreglado, decidió que lo mejor era utilizarlo… en otro país. Debería salir de la Argentina a escondidas. Su buena suerte continuaba; el estanciero estaba a escasos kilómetros del río Paraná, y podría vadearlo hasta el Uruguay.

Se tomó un fin de semana para inspeccionar la zona cercana a la estancia. Recorrió y encontró un pueblito diminuto escondido entre los brazos del río. Compró una lancha rápida y suficientemente chata como para no hacer demasiado bulto en el radar. También alquiló una casa sobre el río con muelle propio, y escondió allí la lancha.

Estaba todo listo… mentalmente repasó notas y planes, y no parecía dejar cabos sueltos. Salvo un par de detalles, estaba todo cuidadosamente compaginado. El resto dependía de la suerte; y su experiencia lo había hecho acuñar una frase de cabecera: no existe mala suerte, solo malas decisiones.

Estaba convencido de haber tomado las mejores decisiones.

Pero por mínimo que fuera, algo dependía de los azares del destino… como sucedía esa noche, con una tormenta no planeada acercándose. Volvió a contemplar el espejo retrovisor, y a la masa rojiza que iba devorando al cielo.

¿Suspenderían el vuelo por mal tiempo? Su plan se basaba en el dato confirmado de la operación pactada para aquella noche. Pero si la dilataban… ¿cómo enterarse de la nueva fecha y hora de contacto? No podría, no habría forma de averiguarlo… ni tampoco él podría postergarlo. El tiempo corría también para él, así que esa misma noche debía suceder todo sí o sí. Y de la estancia saldría con el dinero y la droga, o sólo con el dinero.

La lluvia comenzó a arreciar con más fuerza contra el parabrisas de la camioneta. La visibilidad desapareció casi por completo. Quizás había calculado mal los tiempos, y la tormenta llegara antes de lo previsto. Maldijo al tiempo. Sólo tendría una oportunidad, un disparo y debía efectuarlo aquella noche aunque el cielo se viniera abajo. También complicaría la operación; se dilatarían los tiempos, ya que el suelo estaría resbaladizo… fangoso, lo que también dificultaría el escape.

Hubo un relámpago gigante cortando al cielo en dos; el resplandor pareció iluminar la pradera como un Sol de noche. Y, entonces, la lluvia cesó.

No pudo salir de su asombro; vio la hora y supo que aún tenía tiempo de sobra. Detuvo la camioneta en lo alto de una loma y, sin apagar el motor, se apeó de la misma.

La cúpula celestial era una inmensa alfombra roja y bordó, plena de refucilos y pequeñas explosiones amenazantes. No había divisiones de ningún tipo en aquella formación. El gigante rojo había ganado la carrera mientras manejaba pensando en aquellos recuerdos; y por lo visto, le habían hecho un favor. Incluso el incómodo fresco nocturno había desaparecido, mutando en una suave y cálida brisa.

Sonrió con satisfacción; los problemas se resolvían solos. Se inclinó sobre el asiento del conductor, tomó uno de los mapas, y de la guantera extrajo un par de binoculares de tipo militar.

A doscientos metros había un arroyo; por los accidentes geográficos, pudo ubicarse en el plano. Estaba bien encaminado, mejor de lo previsto. Incluso cuando sus ojos observaron por los prismáticos el recorrido de la vía acuática, descubrió un gran manchón oscuro sobre su orilla. Aquella debía ser la cueva mencionada en los informes. Al primer intento había hecho blanco; ya no tendría que explorar medio territorio para intentar ubicarla.

Ahora su vista subió por el paisaje, y descubrió a un par de kilómetros un par de formaciones iluminadas; debía ser el casco de la estancia… y a un costado una hilerita de luces tintineaba como si fueran una fila de luciérnagas histéricas. Debería ser la pista de aterrizaje improvisada, posiblemente con tanques de aceite prendidos fuego.
Sonrió nuevamente; devolvió los enseres al interior de la camioneta, y tomó el maletín de cuero. Lo abrió y una pistola de impecable pavonado plateado lo saludó, encandilándolo con el brillo de su reflejo. La tomó, la cargó y la dejó preparada, sin seguro. Volvió a guardarla y permaneció un momento al costado de la camioneta, parado, observando la vista que tenía ante sus ojos.

Tomó un cigarrillo, lo encendió y le dio una fuerte y larga pitada. El humo de tabaco inundó sus pulmones y lentamente lo dejó salir por la nariz. Su boca parecía incontrolable, y su sonrisa se transformó en sonora carcajada.

Sus augurios seguían cumpliéndose, su buena estrella no lo había abandonado. Aquella era su noche de suerte.

Miró por última vez al cielo y al gigante rojo. Creyó, por un instante, que el espíritu de su padre estaba allí, en la tormenta, apadrinándolo, velando para que todo saliera bien. Transformado en el Devorador de Tormentas de sus fábulas de niñez, custodiándolo, vigilando que nada ni nadie le hiciera daño, quitando los problemas de su camino.

Saludó al cielo, lanzó el cigarrillo y entró a la camioneta. Cerró la puerta, bajó la ventanilla y vació el humo de sus pulmones, recambiándolo por el aire fresco del campo. Una bocanada de vida. De nueva vida, de lo que vendría.

Y se lanzó a toda velocidad hacia su cita con el destino.