Volver al Indice – Artículos Interesantes
Por Giselle Uset
Si tomamos como tema la Convivencia es porque efectivamente no es fácil. El convivir es un arte y no todos lo conocen, y de los que han aprendido sus reglas, muchos no la ponen en práctica. Se da demasiado a la ligera la suposición de que el mundo de relación con los otros es algo espontáneo, algo natural, que no debe ser modelado, reconducido y, por supuesto, aprendido.
El aprendizaje de las relaciones sociales se circunscribe únicamente al mundo de los niños: estos si deben aprender unas normas de comportamiento que los integre sin traumas en el mundo de los adultos. Pasada esta edad se considera -equivocadamente- que el aprendizaje ha terminado y que el adulto cuenta con los conocimientos necesarios para hacer frente a toda la complejidad del tejido social. Tal vez sea así para algunos, pero serán casos excepcionales; el resto de los hombres, para no fracasar en nuestro convivir necesitamos de vez en cuando reflexionar sobre nuestra propia conducta: sacar experiencias, proponernos nuevos modelos a seguir. La espontaneidad casi siempre es mala, arrolla todo lo que tiene por delante; sólo después, pasado un tiempo, se ven las consecuencias que esta forma irreflexiva de vivir trae consigo. La sencillez es otra cosa distinta, no debe confundirse con la espontaneidad. La sencillez sabe de censuras que se atienen a las normas más elementales de educación. La espontaneidad, en cambio, salta por encima de todo lo establecido: solo existe un valor, el que yo lo pienso o lo siento así.
Cuando la vida empieza a andar por el derrotero del subjetivísimo exarcebado, pronto surgirán problemas en el horizonte de la convivencia. Los demás tienen en común muchas cosas con nosotros, que nos hacen felices, que afianzan ese lazo de unión con ellos. Es que el hombre como ser social que es no puede dejar de abrirse a los demás. En el diseño de su personalidad hay este rasgo de compartir la vida con sus semejantes. Pero, igualmente, es verdad que a este deseo de compartir se oponen obstáculos, que provienen de la propia individualidad que no termina de integrarse en el contexto social al cual pertenece. Es entonces cuando se hace necesaria -como acabamos de decir- una reflexión que reconduzca nuestro comportamiento a las claves de verdad y bien. Pero hablar de verdad y bien como metas a realizar no es una tarea fácil. La convivencia esta muy necesitada de estos dos valores para que no se destruya.
Sin la verdad la convivencia se hace imposible. La verdad es el gran presupuesto de todas las relaciones sociales. Sin embargo, el que sea (teóricamente) no quiere decir que de hecho se establezca como realidad. Si la verdad reinara en nuestra convivencia como un valor indestructible, esta resultaría evidentemente más fácil. Muchas de las dificultades que se plantean en nuestro trato con los otros tienen su origen en medias verdades o mentiras más o menos maquilladas. La verdad, además de hacernos siempre mas libres, nos acerca también más a los otros. Pero esta verdad ha de ser compatible con el bien: sin esa disposición de ánimo de benevolencia para los demás no es posible la convivencia. No ya que se haga difícil, sino que se convierte en imposible. El desear y el hacer el bien a los demás es el punto de partida y de llegada de la convivencia. Si no hay este deseo de querer para los demás lo mejor, la convivencia se convierte en una falsedad, y convivir se hace difícil.
El arte de la convivencia.
¿Por que decimos que la convivencia es arte? Lo decimos porque la buena convivencia no es algo que nazca espontáneamente de los que la componen. No. Convivir supone muchos conocimientos que hay que saber manejar en su momento oportuno: por eso su condición de arte.
Se equivocan quienes piensan que la convivencia surge de la suma de espontaneidades. La espontaneidad tiene en algunas ocasiones su papel en nuestra relación con los otros, pero un papel, qué duda cabe, muy limitado. No todo lo espontáneo es bueno para nuestro vivir con los demás. Si cierta espontaneidad garantiza un trato sencillo y desenfadado, también es origen de muchos problemas, que podrían haberse evitado de haber tenido un mayor control de la propia conducta. No todo lo que se puede hacer y decir, debe hacerse y decirse. En discernir entre lo que se puede y debe radica el acierto, el éxito de nuestro comportamiento y, por tanto, de nuestra convivencia. Hay reglas, normas, pautas que sabia -podríamos decir artísticamente- manejadas nos ayudan a que nuestra sensibilidad, y mas concretamente nuestra convivencia, ande por caminos seguros sin tropezar con demasiados obstáculos. Por acertada que sea nuestra actitud ante los demás, por muy contrastada que esta esté, es inevitable que esporádicamente surjan dificultades, fracasos. Pero aún en esos casos será fácil remontar esos obstáculos y volver a la normalidad.
Hace muchos años en los Colegios se estudiaba la asignatura de Urbanidad, y con este aprendizaje se intentaba erradicar la mala educación, porque ésta dañada la convivencia. El mal educado termina siempre por molestar, en un primer momento, puede que tenga gracia; después, provoca irremisiblemente el rechazo: hay que estar de muy buen ánimo para aceptar sin molestarse comportamientos groseros. De todo lo dicho anteriormente se deduce que atenerse a una determinada regla de urbanidad facilita el trato de los unos con los otros haciendo amable la vida. Se ha criticado, en alguna ocasión, que la urbanidad enfría, que mata las relaciones sociales, y partiendo de este presupuesto se ha hecho una apología de una falsa naturalidad que todo lo permite. Estamos de acuerdo en que sujetar a la conducta a un sinfin de reglas es algo engorroso, que termina por cansar, y lo que es peor, desemboca en la hipocresía. Pero al afirmar que la urbanidad es necesaria, a la vez estamos poniendo veto a todo tipo de conductas artificiosas que complican innecesariamente la vida. Siempre en la vida hay el dilema entre el poder (hacerse) y el debe (hacerse). Aceptar cuando lo que se puede, se debe es un arte que requiere del uso de la inteligencia, de la sensibilidad y de la cultura. Hay que manejar sabiamente en momentos concretos normas universales, haciendo uso de la epiqueya cuando esta sea necesaria.
Por supuesto que estas normas de las que estamos hablando pertenecen a un código cultural y son revisables; pautas de conducta de ayer ya no sirven para hoy. De acuerdo. Pero descalificar a unas no supone eliminar a todas. Es mala, desde luego, como norma de conducta, la artificiosidad en las relaciones sociales, por que nos alejan de los otros, interponen barreras que impiden un trato confiado y sencillo. En algunas épocas se ha abusado, efectivamente, de este complicado entramado en que la urbanidad se resuelve. La persona quedaba apresada, encorsetada por estas reglas, que lejos de facilitar el éxito en la convivencia, obtenían todo lo contrario: un envaramiento digno, en todo caso, de ser admirado, pero no querido. y ahí radica su fallo: en matar con las formas el contenido del amor, que debe estar presente en toda convivencia. La gente se lleva bien con los otros en la medida que los ama, el amor es el gran catalizador de todas las deficiencias que se pueden dar en nuestro vivir con los otros.